Por: Jhonattan Arredondo Grisales

No es fácil decir adiós, estar solo, volver a sentirse desgraciado. Adiós. La sola palabra implica despojarse, quitarse las vestiduras, estar desnudo mientras los silencios hablan a la sed del mundo. Ausencia. Soledad. Cosas que no se comprenden de la noche a la mañana, que como todo −salvo la muerte− toman tiempo; cosas a las que el consejo de un amigo hacen oídos sordos; cosas que, tal vez, nunca llegaremos a comprender.

Todo esto lo pienso a través de la ventana.

La ventana en que escribo palabras que se desvanecen con el vaho. Afuera, la callecita de mi infancia, calle que ahora se encuentra sola, abandonada, triste como un bandoneón. Llueve. Caen las gotas de lluvia en la callecita de mi infancia. Lejos la algarabía, los juegos de balón, las peleas, el candor que iluminaba aquellas almas inocentes, claras, transparentes…Andrés, Leo, Lorenzo. Amigos que todavía puedo ver esconderse de los gritos de don Jaime o de doña Elvia. También los puedo ver enamorados de aquella niña que tanto nos gustaba, pero a la que nadie se atrevió a conquistar por no disgustarse con los demás. Qué íbamos a pensar que aquellas noches eran tan fugaces. ¿Recuerdan cuando nos quedábamos mirando fijamente a la luna para que así estuviera cada vez más cerca? Me pregunto ¿qué esperábamos? ¿Atraparla? ¿Robarle al mundo su faro plateado? No sé. Ni siquiera comprendo por qué lo hacíamos. Tan solo una certeza: son estas cosas, queridos amigos, las que se han ido para siempre.