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Darse a desear
Lunes 19 de Marzo, 2012


Darse a desear

 

 

 

Por Luna Coral
Licenciada en español y comunicación audiovisual.
Por Luna Coral
Licenciada en Español y Comunicación Audiovisual.
Universidad Tecnológica de Pereira

 

 

 

 

 

No sabía cuántos besos tenía contenidos en la lengua o quizás en la carnosidad de los labios. Estaban escondidos; esperando acechantes el momento de darse, en sigilo lo esperaban a él. Después de un año de noviazgo, anhelaba el momento de casarse para que esos deseos retenidos se liberaran de una vez por todas. Se habían conocido en una fiesta y después de algunos meses, se hacían llamar novios. No estaban tan jóvenes pero tampoco eran tan viejos; sin embargo, su relación encajaba en los llamados amores de fin de siglo.

Cada día por medio él le hacía la visita en casa de sus padres, veían la televisión, hablaban con la familia y, luego, a eso de la diez de la noche llegaba la hora de la despedida, entonces ella lo acompañaba hasta la puerta, y él le daba un beso que parecía arrancarle los labios y un abrazo que parecía dejarla sin piel. Ella sentía como a él le iba creciendo el sexo y le oprimía el suyo. Fingidamente, temerosa se alejaba, mientras le decía que le diera tiempo, que esperaran un poco, que ya casi estaban juntos y cerraba la puerta con sigilo. Él se alejaba excitado, confuso y atormentado. Se apresuraba para llegar a su casa y, una vez en la cama, bajo las cobijas, se acariciaba su sexo recordando la boca, el pecho y las caderas de su novia. Ella, por su parte, corría al baño, no tenía que acariciarse mucho para orinar y orinar y orinar hasta el agua que su novio se había bebido. 

A veces cuando iban al cine, él le ponía la mano en la pierna, la quemaba en cada roce, luego la besaba mojándole del cuello hasta el pecho; ella sudorosa le apartaba la mano y le decía que le diera tiempo, que esperaran un poco, que ya casi estaban juntos y se cruzaba de brazos. Él supo comprender la situación Laura era una mujer seria, de la casa, de buenos sentimientos, tenía que respetarla y debía esperar. Si, él podía entenderlo pero su sexo, no, y se levantaba imponente suplicando por una casa secreta, un alivio temporal, una textura distinta a la de sus sábanas, una boca tibia y unas manos que no fueran las propias.

Otras veces cuando iban a fiestas familiares se escapaban a una habitación o a un baño, empezaban a besarse y él le acariciaba los senos, le apretaba las nalgas y le pasaba la mano por la entrepierna, justo en ese momento ella le decía que le diera tiempo, que esperaran un  poco, que ya casi estaban juntos, respiraba profundo y se iba a saludar a los amigos.

Para Mario la espera se convirtió en un tormento, deseaba casarse, solo por desvestir a Laura. Ahogado en sus propias angustias decidió escudriñar en la noche para hallar una mujer sin nombre a la que pudiera bautizar como su novia. En un hotel, lejos de su casa, alquiló una mujer y una habitación. Apenas cerraba la puerta cuando empezó a hablar como si fuese un director de teatro. -Te llamas Laura. Quiero que al principio te hagas de rogar y...luego…ya sabes-. Ella lo miró sonriente y le dijo:-Pago anticipado.

Fue desnudándola poco a poco, mientras ella simulaba cubrirse y le decía al oído:- espera, todavía no, espera, no, no, ahora- cada vez más excitado, le mordía los pechos, le agarraba su sexo, le decía Laura, Laura, mientras se hundía en su cuerpo sumergiéndose por completo, perdido entre las imágenes de una mujer para el día y otra para la noche.

Al día siguiente, como de costumbre fue a visitar a su novia. Vieron televisión, comentaron las noticias con sus padres, y luego en la puerta el beso de despedida, que a diferencia de otras noches, fue suave y sosegado. Entonces ella se recostó en su cuerpo, rozó su sexo con el de Mario pero no lo sintió fuerte, fue cuando él le dijo que se dieran tiempo, que esperaran un  poco, que ya casi estaban juntos. Luego se fue a su casa y, después de muchas vigilias, pudo dormir tranquilo.

Ella, por su parte, no encontró nada sospechoso en la pasividad de su novio porque estaba demasiado entretenida intentando aliviar sus deseos, pensando en el cómo, en el dónde y en el con quién. No podía arrojarse a los brazos de Mario porque seguro no iba a casarse. Sabía que si él advertía algún atisbo de su pasión, no dudaría en dejarla, en olvidar los planes de matrimonio y considerarla una más de esas mujeres dizque muy liberadas ellas, dejaría de considerarla diferente porque era buena, reprimida, aplacada, cohibida. Sabía que para él una mujer decente no hablaba de sexo, que una mujer decente no se imaginaba el cuerpo de un hombre, que a una mujer decente no se le mojan los calzones cuando ve en la calle a un macho. Ella tenía las ganas atoradas entre las piernas, le ardía la conciencia cada vez que le decía a su novio que no, fantaseaba con la idea de que él, desesperado, la desnudara y le dijera -pues si, mija, porque ya no aguanto-. Sin embargo, ella disfrutaba al ver que no era la única frustrada.

Había quedado de ir una vez a la semana a la casa de Jaime. Era un amigo de la facultad, que siempre le había confesado de manera desvergonzada -que me pones caliente de no más verte, hasta se me para de imaginar tus zapatos debajo de mi cama-.Era muy allegado a la familia, sus padres sabían -que la niña estudiaba con Jaime porque a ella no se le dan los números y él siempre le explica-. Lo que no sabían sus padres era que Jaime vivía solo y que cuando la niña llegaba a su casa, los libros nunca salían de su bolsa porque el profesor había decidido que estudiaran los números con sus cuerpos; en la cocina repasaban los quebrados; en la sala, los enteros; en el comedor, los reales y en la alcoba, los irracionales.

Ella tenía las llaves del departamento, en cuanto llegaba se despojaba de toda su ropa dejándola colgada de un gancho para que no se arrugara. De inmediato se dirigía a la alcoba dónde Jaime la estaba esperando. Entonces él la acomodaba en la cama y comenzaba la faena de besos, caricias, temblores, sudores, nalgadas, pellizcos, mordidas, rasguños, succiones, groserías, gemidos, hurgadas, lamidas, silencios, fumadas y sueños. A ella no le importaba lo que él pensara, se sentía tranquila porque con él no iba a casarse así que no tenía tapujos ni remordimientos. Cuando parecía sorprenderla algún atisbo de vergüenza se decía que -cuando me case mi marido me va ayudar con la tarea-como también se lo hacía saber a Jaime al finalizar cada tarde de estudio diligente.

No tardó mucho en cumplirse el plazo o al menos no se les hizo tan largo. Ella vestía un traje blanco de cola y él un frac negro. Bailaron el vals, recibieron regalos y terminaron ebrios en la cama de un hotel. A la mañana siguiente se encontraron en una habitación delicadamente amueblada. Sin levantarse de la cama se desnudaron e hicieron el amor de una manera simple y sosegada. Nada comparado con la Laura que él había dirigido ni con el Jaime que ella había frecuentado. A pesar de la decepción se dijeron cosas como -me gustó mucho, amooor… fue mejor de lo que imaginé, eres tan…, tu eres un…-con los mutuos homenajes fue suficiente para que no lo intentaron de nuevo hasta el día siguiente.

Como la vez anterior, hicieron un amor acartonado, baboso y simplón, seguido por agradecimientos y festejos que ya empezaban a sonar falsos para ambos. Él no era capaz de decirle a su esposa mámame, chúpame, trágame, jálame, estréchame; ella era una mujer decente, y ella no podía decirle tócame, cógeme, estrújame, cómeme, apriétame, porque él que iba a pensar. Después de unos minutos de estar mirando hacia ninguna parte, se abrazaron silenciosos y conformes, ella con la idea de volver a estudiar con Jaime y él de continuar ensayando guiones con la otra Laura.


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