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El último día de José Palacios
Jueves 23 de Febrero, 2012


El último día de José Palacios

 

Por Jaime Restrepo Rivera
Estudiante Licenciatura en Literatura
Universidad Tecnológica de Pereira




Por Jaime Restrepo Rivera
Estudiante Licenciatura en Literatura
Universidad Tecnológica de Pereira.

 

 

 

 

 

Cuando José Palacios se despertó una mañana aciaga de octubre, tuvo el presentimiento de que muy pronto iba a caer en las redes de la muerte. Pero eso no le preocupaba en lo más mínimo, ya que cuando él estaba sumergido en los intrincados abismos del alcohol,  gritaba  enardecidamente que era un hombre muerto en vida, y agregaba que él había fallecido la nefasta tarde del diecisiete de diciembre de 1830 en la quinta de San Pedro Alejandrino junto a su señor Bolívar. 

Se alistó para salir a caminar. Se remojó las manos en el aguamanil y se lavó la cara con una parsimonia pueril, se detuvo un momento,  de repente se encontró con el reflejo de su propio rostro en un pedazo de espejo que estaba pegado en la pared, y  notó en sus ojos grises un aire de desamparo. Agachó la mirada, no pudo soportar el encuentro con su propio rostro, ya no era aquel fiel servidor del general Bolívar que cabalgaba a su lado. -Quién lo creyera-, dijo con una voz rota y gastada: “y pensar que yo era la única persona que podía entrar al cuarto de mi general Bolívar sin tocar a la puerta”. Agarró una  botella  que contenía una miserable muestra de aguardiente en su interior  y salió de la gruta de mendigos en la cual vivía hacía ya un buen tiempo, caminó por las calles laberínticas de una Cartagena que en ese instante se dejaba abrazar por un sol imponente, por un minuto recordó los momentos en que el general Bolívar soñando despierto le pedía que le dispusiera los medios para empezar a escribir sus memorias. El grito de un cochero  lo sacó de su abstracción, ‘¡fíjese por donde camina, anciano!” Se dio cuenta que había regresado al tiempo real y se tomó el último  trago  de aguardiente que quedaba en la botella, dejó salir de su boca el gritó desgarrado que venía saliendo desde que había caído en las garras del delirium tremens hacía unos cuantos años: ‘¡yo morí junto a mi señor Bolívar el diecisiete de diciembre de 1830 en la quinta de San Pedro Alejandrino!’ Siguió caminando, casi trastabillando  sin despegar la mirada del suelo, entregado definitivamente a la conmiseración de su destino.

De los ocho mil pesos que el general Bolívar le había dejado como una especie de cédula de invalidez ya no le quedaba ni un centavo, había despilfarrado todo su dinero en  licor,  en malos negocios, complaciendo a unas cuantas amantes de ocasión. Tenía intactos en su memoria los recuerdos de cuarenta años de guerras y desventuras. Ahora a sus setenta y seis años, embadurnado por el aliento ocre de la muerte, ya no quedaba ni la sombra del hombre que fue, su andrajosa vestidura, su barba algodonada, su escasa dentadura y su mirada perdida, le corroboraban lo que él mismo gritaba por las calles: que era un hombre muerto en vida.

Después de  deambular por los callejones de la zozobra, decidió ir a sentarse en la entrada de la iglesia a pedir limosna para poder conseguir algo de dinero y así poder comprar más aguardiente, efectivamente en un par de horas consiguió el dinero suficiente para obtener el néctar que lo hacía viajar al pasado y lo mantenía en un estado de enajenación. Después de obtener el aguardiente se dirigió a la orilla  del  mar, se arrodilló sobre la arena humedecida por el agua, levantó su lánguida botella y plasmó su mirada hacía lo profundo del horizonte y con un grito de batalla que asustó a las gaviotas exclamó: “¡yo soy José Palacios, y me lleno de orgullo al decir que fui el fiel confidente de el general Bolívar hasta en los intervalos de  la muerte!” Un viento helado le acarició el rostro, cerró los ojos y se vio caminando por una calle resplandeciente, impregnada por un olor a agua de colonia, de repente observó que más adelante lo estaba esperando el general vestido con la casaca azul, con los  ocho botones de oro de su rango y  montado en su caballo blanco. Se sintió etéreo, volátil, sabía que estaba muriendo y que pronto estaría naufragando en los confines de la muerte. Por un instante pensó  que había regresado a la funesta tarde del diecisiete de diciembre de 1830, “ahora si mi general”, dijo con vos de muerto: “me iré con usted a recorrer los caminos de lo inescrutable” y  se derrumbó sobre la arena en medio del crepúsculo y el revolotear de las gaviotas.



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