¿Por qué se hacía llamar el señor de las
moscas?
Usé el seudónimo de Juan Mosca para escapar
de las meloserías de los políticos. Pasar de él al “señor de las moscas” fue
fácil. En el libro de Golding, el señor de las moscas es la cabeza de una
jabalí que los muchachos asesinan en forma miserable y que luego convierten en
una especie de tótem. Se pueden sacar miles de interpretaciones sobre el
particular… y de eso se trata.
EJERCICIOS DE SOLEDAD
Estamos solos la mosca y yo
en esta tarde de sábado.
No intento sorprenderla como ella,
que surge sin saber cómo
mientras levanto la vista del libro donde leo
de atardeceres y congojas.
Lo más admirable de la mosca no es su vuelo geométrico
ni su lenguaje de figuras,
sino esa suerte echada que la distingue
y que la obliga a aceptar el destino
de haber llegado a morir a este sitio sin boñigas,
donde el único horizonte posible es la almohada.
Es evidentemente joven la mosca,
de pequeño tamaño, silenciosa, casi aséptica,
ni siquiera con el deseo de encontrar una borona,
un compañero,
con el que pueda hablar de sus preocupaciones de mosca
-que yo ignoro-,
de viajes al basurero y a los desperdicios,
que ella haría con actitud deportiva en caso de no haberse
extraviado aquí
lejos de sus hermanas.
Sé bien que las moscas no son acariciables
menos con el pensamiento,
de suerte que me acostumbro a pensar en ella
como un hecho súbito que surge y desaparece,
para nada necesitada de mí o de mi creencia,
satisfecha consigo misma en sus esguinces y rincones.
Esta mosca es lo menos mosca que haya conocido,
pero ella debe saberse mosca para ser tan encantadoramente solitaria:
toda clasificación parte de mí, a ella la tiene sin cuidado
ser mosca u hombre o elefante,
en su fuero íntimo le importará poco que ella sea hombre y yo mosca,
y no se extrañará de no verme volar
cuando compruebe que llevo mis dos patas a la cabeza
y la sacudo para que produzca palabras y pensamientos,
o cuando suene el teléfono trayéndome tus noticias
o cuando me siento descuidadamente cerca del periódico,
mientras le ayudo a que aparezca muerta y ya.
Como yo, como todos.
Estamos solos la mosca y yo en esta tarde de sábado.
No intento sorprenderla como ella,
que surge sin saber cómo
mientras levanto la vista del libro donde leo
de atardeceres y congojas.
Lo más admirable de la mosca no es su vuelo geométrico
ni su lenguaje de figuras,
sino esa suerte echada que la distingue
y que la obliga a aceptar el destino
de haber llegado a morir a este sitio sin boñigas,
donde el único horizonte posible es la almohada.
Es evidentemente joven la mosca,
de pequeño tamaño, silenciosa, casi aséptica,
ni siquiera con el deseo de encontrar una borona,
un compañero,con el que pueda hablar de sus preocupaciones de mosca
-que yo ignoro-,
de viajes al basurero y a los desperdicios,
que ella haría con actitud deportiva en caso de no haberse
extraviado aquílejos de sus hermanas.
Sé bien que las moscas no son acariciables
menos con el pensamiento,
de suerte que me acostumbro a pensar en ella
como un hecho súbito que surge y desaparece,
para nada necesitada de mí o de mi creencia,
satisfecha consigo misma en sus esguinces y rincones.
Esta mosca es lo menos mosca que haya conocido,
pero ella debe saberse mosca para ser tan encantadoramente solitaria:
toda clasificación parte de mí, a ella la tiene sin cuidado
ser mosca u hombre o elefante,
en su fuero íntimo le importará poco que ella sea hombre y yo mosca,
y no se extrañará de no verme volar
cuando compruebe que llevo mis dos patas a la cabeza
y la sacudo para que produzca palabras y pensamientos,
o cuando suene el teléfono trayéndome tus noticias
o cuando me siento descuidadamente cerca del periódico,
mientras le ayudo a que aparezca muerta y ya.
Como yo, como todos.