Por: Susana Henao Montoya
No conozco a Alan González de manera muy cercana, pero de cierta manera sé quién es, pues lo encuentro siempre en escenarios poéticos, en tareas editoriales y adivino en su mirada la fiebre literaria que, creo, debe acompañar a un escritor. Transita por la poesía, el teatro, la narrativa y el ensayo, pero me parece reconocer su alma de poeta en su capacidad para crear imágenes vívidas, tanto si su intención es conmovernos como horrorizarnos.
Situada en la tradición vanguardista de la novela latinoamericana, ANÓNIMOS es una novela contemporánea que hace palpable la presencia de las palabras porque el lenguaje no pasa desapercibido en la ficción, no se transparenta como en los discursos cotidianos, sino que adquiere un aura encandilada, que necesita la complicidad del lector para completar el sentido, para entender la disposición de la trama que apenas está esbozada. Un metarrelato hecho de fragmentos en los que aparecen un Él y una Ella hechos de trozos sustantivos y adjetivos más que de carne y hueso. Una novela que es un diario, un cuaderno de notas, un esbozo de escritura, un borrador desde el cual se trazan las vivencias de unos personajes que no intentan ser personas, que no tienen nombre, dos anónimos que pueden ser habitantes cualesquiera de la ciudad. Un Él y un Ella que parecen nacer del poema de Nicolás Suescún con el que se abre el texto.Creo que es sólo esta trama de creación, trama sobre el trabajo mismo de la escritura lo único que une los distintos episodios de la novela, pero que sin embargo como técnica posee un gran poder expresivo: el poder de soslayar la historia pasada de los personajes, para que los fragmentos de memoria basten para comprender de qué se trata el drama de las vidas plasmadas en el texto.
Nacer del poema es nacer ya hecho, sin posibilidad de cambiar el destino, sin posibilidad de pertenecerse, sin posibilidad de construir un yo humanizado porque el poema del que se nace es desgarrado. El poema que da nacimiento a la novela y a Él, habla de un ser de otro mundo, inocente y leve que no encuentra lugar, extraviado en el andar, y en el sentimiento, errante en los distintos escenarios a la vez agresivos y seductores de la ciudad.Ya otras novelas nos han planteado este problema del personaje a medio camino entre la mente del autor y la vida cotidiana. Recuerdo LA HORA DE LA ESTRELLA de ClariceLispector y de cómo en las primeras páginas emerge un personaje que nace de la imaginación contaminada de recuerdos literarios y fragmentos de memoria de la autora.
En esta novela vemos la transfiguración de Clarice mientras va dejando que su personaje se apodere de ella y hable y sienta a través suyo. También en ANÓNIMOS el personaje se sobrepone al autor desde el comienzo, y las palabras salen de la cotidianidad prosaica para hacernos entrar en el mundo pavoroso y mágico de la noche en las orillas de las ciudades.Un aire de pesadilla sostiene la respiración de estas criaturas separadas de la naturaleza, deshumanizadas por la pobreza, la violencia, la drogadicción, la locura, la soledad, el simulacro social, el sexo sin deseo, toda la lista de lo que enajena el espíritu humano en esta y muchas otras ciudades del planeta. La emoción está ahí, también el sentimiento, pero paradójicamente fluyen de manera maquinizada porque tanto el cuerpo como la mente se han deformado al contacto con la dureza del concreto en la ciudad. Sobre todo la mente porque ella le declara la guerra al orden establecido y las necesidades del cuerpo pasan a ser las únicas que se resuelven en el sopor del andar entre los laberintos urbanos.Como también la ciudad toma relevancia insoslayable en el texto, no podría dejar de señalar lo siguiente: Ya la escritura risaraldense había pasado por la creación de las imágenes de ciudad heroica, ciudad cívica, ciudad laberíntica, ciudad inocente, pero ahora una y otra vez comienza a aparecer una literatura que reconstruye la realidad de sus orillas, la realidad de una ciudad lobo, escuela y guarida de seres que no se pertenecen, porque la ciudad es como una herida en la naturaleza que no acaba de sanar. En palabras del autor:
“Levanto la mirada y veo las montañas, veo esos volcanes del invierno perderse en el dilatado horizonte de capas de niebla, trenes que dejan a su paso grumos de vapor; acuarela azul clara desde un extremo; al dar media vuelta las cordilleras de luto, y la ciudad toda ella ruge en su vago lamento geométrico; el musgo, los árboles: el tapiz de un velo de sombras ondeantes que rodeaban la áspera cicatriz cementosa, palpitante de alarmas y luces….y prisa….”
Quizá haya quienes sientan estas visiones como una traición. Pero por fortuna la mayoría de los lectores reclaman otras imágenes de la ciudad. Ya no se perciben a sí mismos como provincianos para quienes la literatura operaba como el folklor, como un instrumento de exaltación al orden establecido o como remembranza de tiempos más gloriosos o tal vez no más gloriosos sino sólo más doctrinarios. Estos nuevos lectores buscan el resquicio, la fractura, la grieta por donde el alma humana grita para decir, con palabras nuevas, los antiguos murmullos de la deshumanización. Y aquí, la novela de Alan se acomoda bastante bien. Sorprende por su agilidad, la renovación en las figuras literarias, sinestesias, metáforas y formas de la ironía (meiosis) que le imprimen sello nuevo al tema clásico del hombre enajenado. También llama mi atención el hecho de que un autor tan joven pueda interactuar con tanta solvencia con imágenes plásticas no sólo construidas a partir de su propia audacia con el uso del vocabulario, de cierta fidelidad a la música del sonido antes que a la llamada del significado.
La intertextualidad con obras de arte de pintores cuya obra nos han dejado atisbar a través de la puerta del infierno como Goya, el Bosco, refuerzan la idea de que las palabras aquí remiten a su naturaleza plástica más que a sus significados tradicionales y por eso no buscan echar un salvavidas a los personajes para que puedan llegar a pertenecerse, sino que las palabras están al servicio de una técnica inscrita en la tradición del horror. Palabras del cuerpo, del dolor, de las cadenas.
Es pues un libro audaz, que acerca temas y técnicas a los lectores jóvenes de nuestra ciudad, no sólo por el alto grado de autoconciencia escritural, sino porque se convierte en la invitación a la renovación de los lenguajes literarios, el abandono definitivo del candor romántico de las literaturas más tradicionales para entrar definitivamente en la era en la que como dice Paul Auster: el lenguaje no es el equivalente a la verdad, es nuestro modo de existir en el mundo.