Por: Alan González Salazar
Desde niño sueño un rostro y lo busco donde quiera que voy. Puede tener trece años y llamarse Beatriz, la busco. Paso el Aqueronte, mil infiernos y no olvido su rostro dormido. En la línea del silencio de sus labios, pierdo la cabeza.
¡Arder en la sangre! ¡Quién puede ocultar que el amor y la muerte van de la mano! Se pasean, con preferencia en la oscuridad, como criminales. El mito del amor, el mito de Cupido, sugiere no revelar la identidad al ser querido. Nos ofrecemos máscaras que sueñan en la vigilia del deseo. Sueñan cuerpos redondos y absolutos, cuerpos que caen y chocan contra las paredes de sábana y cielo.
Sueñan como Borges, un corazón. Porque algo nos duele en el pecho cuando amamos, una mariposa que se abre, vivirá un día, quizá dos noches.
Puede ser una enfermedad, un engaño de la naturaleza: la vida se impone sin moral alguna y quien la racionaliza comete un genocidio. “Vámonos, cuervo, a fecundar tu cueva”. Vamos, es el azote del deseo, vamos ¿dónde? ¡donde sea! Vámonos, el mundo necesita ojos para ser contemplado.
Se cree, no sin ingenuidad, que nunca se es demasiado viejo. Pero este mono desnudo cuenta - en comparación con otros animales - con pocos años para amar; debe propender por no equivocarse, lo cual precipita la desgracia, la cara trágica de su soledad cósmica. Los genes quieren repartirse y repetirse al menor tiempo, por lo que inventan encuentros imprevistos.
Hay quienes se quedan en la invención, no avanzan, se suspenden... Hay quienes adoran el vértigo; entonces la mente se enferma, la mente quiere un cuerpo, lo alucina con valores que repele la vida práctica, quiere aquello que sólo puede existir en la imaginación, en el simulacro, en el mercado.
Según Jung, se puede afirmar que la libido es interés. La libido se encuentra en todo lo que despierta nuestro interés, concentrarlo puede resultar neurálgico.
Ilustraciones: Edwin Morales
Se apela pues a la conciencia un principio de realidad, aunque el placer quiera infinitud.
Las cuatro principales religiones del mundo son misóginas. La mujer deviene castigo para el hombre - aunque sucede lo contrario – y esto se debe tal vez al hecho inconsciente de la preservación; se debe acumular para evitar la escasez y la mujer representa la pérdida, no sólo de la energía vital, sino de la razón, la economía. Desajusta los engranajes del tiempo, se hace Troya, la acompaña la discordia. Vence un ejército, la mujer, la mejor amiga del amor; pero él viene
con la muerte a renovar el ciclo. Su encanto no se extingue, los mismos dioses la han dotado de armonía y goce. El reino de la mujer es de este mundo. Así, es de esperarse que el hombre le tema, la castigue, funde instituciones, cree mitos.
Nunca podrá vencer la superioridad de la mujer, la belleza es femenina; si no fuera condicionada por sus hormonas cada mes, sería implacable. No hay tregua.
Cuando se supera la pulsión primitiva de la sexualidad, el ser desenmascara la naturaleza, se encuentra con el vacío del cosmos dispuesto a la invención de los valores de la voluntad, como en la revolución, a valores sin atajos, sin dramatismo; el futuro antropológico se pone en juego, la lealtad y el respeto que nos debemos.
Se juegan valores superiores como el reconocimiento y el perdón.
Desde niño, recuerdo, busco un rostro. De tanto hablar a solas, de interrogar estas imágenes, llego a mi madre. Escribo el inconsciente. Ella tendría quince años, falda a cuadros y los cabellos al aire. Sin aditamentos, casi espíritu, pálida, sonríe apenas. No tengo nombre en sus ojos. Lo que heredé fue el deseo de mi padre al contemplarla, la busco. Nunca abandonamos un placer después de conocido, a lo sumo lo sustituimos. Quiero una confidente, que a pesar de ser otros me reconozca... al abrir los párpados y espantar el sueño, se entregará al error del día. Sabrá que traiciono con palabras cobardes, no huyo del destino ¡Ya no se cumple! Encontraré, por sendas sutiles e indirectas, lo que ellos sintieron: en la desnudez el misterio palpitante.
Sabrá que aprecio la muerte y por eso la amo.