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La Rebelión
Viernes 02 de Noviembre, 2012


La Rebelión

 

 

 

Por 
Gloria Inés Escobar
Licenciada en Español y Comunicación Audiovisual.Magister en Comunicación Educativa.
Licenciada en Español y Comunicación Audiovisual.
Magister en Comunicación Educativa.
Por 
Gloria Inés Escobar
Licenciada en Español y Comunicación Audiovisual.
Magister en Comunicación Educativa.




Llegó así el día en que los recuerdos que poblaban su mente no permitieron la entrada de ninguno nuevo. Habían decidido, unánimemente, que no había allí lugar para un recuerdo más. Era físicamente imposible albergar, aunque fuese apretujado, otro de ellos, por pequeño e insignificante que pareciese. Desde entonces él, su sujeto, de manera súbita e inexplicable, perdió su memoria más reciente. Por más esfuerzo que hiciese no lograba recordar el nombre y el rostro de las personas que iban apareciendo en su camino. Cada vez que intentaba traer a su mente una conversación o un gesto o un sonido o una imagen recién ganada, venían a su memoria las conversaciones, los gestos, los sonidos y las imágenes ya viejas. Pensó que algo andaba mal en su cabeza.

Al comienzo lo atribuyó a la falta de unas vacaciones. Decididamente, pensó, era urgente descansar, ahora no sólo su cuerpo lo pedía sino también su mente. Sin perder tiempo organizó sus asuntos en la oficina y eligió un plan turístico a una isla pequeña no muy concurrida pero bastante hermosa, al menos eso era lo que le habían dicho los de la agencia de viajes. Al parecer era el lugar perfecto para recuperar la energía y la calma perdidas en sus extenuantes jornadas de trabajo.

El viaje resultó tal cual se lo habían pintado. Los cinco días pasados bajo el sol, sobre una playa muy blanca, y en medio de un paisaje limpio y alejado del bullicio citadino, le habían aliviado su tensión y renovado su energía. Sin embargo, en su mente las cosas continuaban sin sufrir ningún cambio. No había conseguido retener, en ella, ni una sola de sus vivencias. Ni siquiera lograba recuperar el título del libro que se había devorado sin tregua. Los recuerdos, por su parte, estaban felices. Hasta ahora su batalla se anunciaba victoriosa; pero ellos, cautelosos, continuaban alertas, sabían muy bien que no podían descuidarse pues siempre hay modo de hacer trampa.

Como la situación continuara igual, él decidió entonces apelar al recurso de la meditación, de seguro con ella podría recuperar su capacidad mental, que muy posiblemente el cansancio de tanto trabajo y agite, había agotado. Si la temporada de descanso no había resultado suficiente más que para el cuerpo, necesitaba ahora ensayar otro remedio para su cabeza. Desempolvó los manuales que sobre esta técnica tenía, y alguna vez había intentado dominar, y se aplicó en la tarea. Todas las noches, después de llegar a casa y tomar un baño frío, empezaba rigurosamente los ejercicios recomendados. Ellos, los recuerdos, no se preocuparon por los avances en sus lecciones, las de él, su sujeto, pues sabían muy bien que nadie puede andar por ahí con la mente vacía, que la nada es impensable y que poner la mente en blanco, aunque por corto tiempo, es una tarea de mucha paciencia y perseverancia, cualidades éstas que su sujeto no poseía.

La meditación, aunque le permitió dormir plácidamente y tomar la vida con más calma, no solucionó su problema. Su mente seguía negándose a regalarle cualquier espacio. Pensó entonces que su capacidad para guardar recuerdos, había sido saturada. Él era consciente de que en su manía perpetua de estar rememorando una y otra vez, y mil veces más, todo aquello que le sucedía, obligaba a modificar a la n potencia sus recuerdos, a tal extremo que no pocas veces, éstos, no sólo terminaban por no parecerse en lo absoluto a los originales, sino que además, los multiplicaba inútilmente. De este modo, no era nada extraño que un evento diera lugar a un recuerdo y numerosas versiones del mismo.

También sabía que la exuberancia de su imaginación, en unos casos, y sus cambiantes estados de ánimo en otros, sometían a su memoria a un constante vaivén cuyo resultado final era una confusión total entre la ficción y la realidad, lo que muy posiblemente, ahora lo pensaba, habría originado algo así como un corto circuito cerebral que no le dejaba espacio para más recuerdos.

Decidió entonces, como tercera estrategia, realizar “una limpieza mental” para desocuparla de todo recuerdo espurio. En otras palabras, iniciaría, al mejor estilo medieval, una purga rigurosa de sus memorias. Se dijo que por un lado, expulsaría al olvido aquellas que no fueran importantes o se hubieran deformado tanto al grado de perder su identidad; y por el otro, se obligaría a escribir detalladamente, en un cuaderno, aquellas merecedoras de perdurar, pero que por su extensión, robaran un espacio considerable en su, ahora, diezmada capacidad cerebral. De esta manera, se dijo, descargaría espacio para que otras nuevas memorias llegaran.

Ellos, sus recuerdos, pensaron divertidos que él, su sujeto, era, al fin de cuentas, un iluso; de lo contrario, cómo explicar que no supiera que los recuerdos, cuando se borran, no es por voluntad expresa del doliente, sino por “muerte natural”, o por simple aburrimiento de aquellos. Las memorias no se marchan nunca por el deseo, la apatía, ni aún, el desdén, al que algunos pretenden someterlas. No, ellas se aniquilan ya sea porque envejecen, o se adormecen, o se marchitan con el paso inexorable del tiempo, sin el consentimiento de quien los posee. Nadie puede, de una patada, expulsar los recuerdos de sí, pues el solo hecho de buscarlos para arrojarlos al vacío, los vivifica, los alimenta y en lugar de espantarlos, los rejuvenece, esa es su gloria.

Su esfuerzo, el de él, como era previsible, resultó inútil a su propósito, claro que como le ocurrió con sus vacaciones y con el ejercicio de la meditación, esta vez también obtuvo ganancias “colaterales”: la primera, gracias a sus anotaciones de cuaderno, consistió en permitirle reunir un considerable insumo para una futura autobiografía; y la segunda, en descubrir la urgente necesidad de tomar un curso intensivo de redacción. Escribir le pareció una tarea mayúscula.

De esta suerte, su memoria no ganó espacio para la renovación. Como era de esperarse, aquella, quedó conformada por el mismo material que la contenía, sólo que ahora, más vigorizado. Lo único que había logrado, al respecto, había sido poner un poco de orden en esa maraña de recuerdos que lo habitaban. Ni su voluntad, ni su tesón, ni su ansiedad, habían conseguido limpiar, ni muchos menos evacuar, su mente.

Su cuarta estrategia, pensada en el límite de la desesperación, consistió en declarar, a sus recuerdos, una abierta guerra a muerte. Si no había espacio para nuevas memorias, tampoco lo habría para las ya creadas. Decidió entonces ocupar su mente todo el tiempo sin dejar lugar a que ninguno de sus antiguos, y ahora ya odiosos, recuerdos tuviera la oportunidad de asomarse a su conciencia. Sus ratos de ocio, que empezaron, adrede, a ser más reducidos, los colmaba leyendo, viendo televisión o durmiendo.

Al principio le pareció que tal ejercicio estaba dando resultados; su mente, continuamente ocupada, estaba logrando mantenerlos a raya, hasta que se percató de que sus benditos recuerdos, empezaron a escapar de su estricto control porque de repente los vio aparecer ante sus ojos en medio de las lecturas que abordaba, entre los programas que veía, y hasta en los sueños que soñaba. Cuando menos lo esperaba, se encontraba leyendo lo que su mente no quería recordar, o viendo en la pantalla, imágenes suyas del pasado, o soñando cada noche sus recuerdos. Su existencia completa se fue revelando como ya vivida.

Además de ignorante, qué necio nos resultó este sujeto, pensaron ellos, los recuerdos. ¿A quién se le ocurre, que siquiera por un día, alguien pueda prescindir de su memoria sin sufrir consecuencia alguna? ¿Acaso no saben los hombres que sin la memoria el tiempo se desvanece y con él toda posibilidad de vida? No se puede impunemente dejarnos a un lado. No hay posibilidad de escape. Una vez nacidos, no sólo permanecemos aferrados a nuestro progenitor, sino que su vida pasa a depender de la nuestra. Si nosotros, por un truco sucio, somos desplazados, el castigo es severo e irreversible. ¿Creyó poder ganarnos? Vaya necedad. Su guerra estaba perdida desde el comienzo. Nadie puede reprimirnos sin perecer en el intento.

Contentos por su victoria, ellos, sus recuerdos, no calcularon que la derrota de él, su sujeto, significaba también la suya. Cuando ellos se vieron obligados a mudarse con él, al hospital siquiátrico de la ciudad, se dieron cuenta que ya, definitivamente, ambos estaban condenados irremediablemente al olvido. Él, porque ellos se habían convertido en seres de carne y hueso; y ellos, porque él se había transformado en un recuerdo.


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