Había una vez un rey que tenía una reina, y estos tenían un palacio, y este palacio tenía una inmensa escalera que comunicaba el salón principal, donde se reunían los reyes y los señores de la corte, con las habitaciones superiores usadas únicamente de noche, para dormir y sabe Dios para cuantos otros menesteres.
Por esa escalera habían subido y bajado, a lo largo de los siglos, los reyes, reinas, princesas y príncipes, además de numerosos ministros y embajadores que la cruzaron aunque fuera una vez.
Los escalones tenían distinto nivel, claro está, según la distancia que los separaba del piso inferior sin que eso hubiera sido motivo de conflicto, pero una mañana en la cual los reyes y los cortesanos habían salido a cazar y los criados subieron, como cada día, a realizar sus funciones, comenzó la discusión entre los escalones sobre cuál de ellos era el más pisado por el rey y los demás caballeros. El primero reclamó se le considerara el más importante; el último protestó por la reclamación del primero y el decimosegundo puso en duda la importancia de ambos contendientes. Continuaron discutiendo y fue tal la agitación que la escalera se desplomó, no sin gran estruendo, ante el asombro de los criados que quedaron en la planta alta y esa noche durmieron como reyes. Por su parte los reyes y los nobles, al regresar, tuvieron que dormir en el piso bajo, hacinados en el dormitorio de la servidumbre.
Al día siguiente ordenó el rey a los albañiles de la corte que construyeran una nueva escalera. Cuando estuvo terminada, el rey hizo subir y bajar siete veces a los albañiles para tener garantía de que esta era sólida y resistente. De manera que fueron los albañiles quienes inauguraron la nueva escalera, poniendo en ella sus rústicos zapatos de cuero, que no se diferenciaban mucho, a los efectos, de las zapatillas de los nobles.
De manera que si usted escucha algún día una discusión entre dos escalones sobre el tema interrúmpalos y haga el favor de recordarles que, aunque su posición sea patricia, su función es plebeya.