Por Jorge Carrigan.
Los números existieron desde siempre, pero ocurre que hubo un tiempo en que todos tenían el mismo valor. Y vivían muy felices, hasta un aciago día en que decidieron convertirse en humanos. Hicieron venir entonces a cierta brujita muy buena; quien, aunque nunca se ha hecho público, ha sido, desde tiempos inmemoriales, el hada madrina de los números. “Concedido” -dijo el hada. Y a partir de ese momento se pudo ver, en cualquier calle de la ciudad, al delgado 1, el estilizado 2, el inteligente 9 o el regordete 8 pasear junto a sus demás hermanos.
La tragedia ocurrió un tiempo después.
Algunas personas empezaron a comentar que según las apariencias había un número que era inferior a los demás... que este era superior a aquel... que había uno que parecía ser mayor que el que tenía al lado... y así hasta el infausto día en que los números comenzaron a hacer caso a la gente. Se separaron entonces y se fueron a vivir cada cual de acuerdo a las categorías que los humanos les habían otorgado.
Enseguida se enteró el hada madrina de lo que estaba ocurriendo, voló inmediatamente al lugar del conflicto y, como suele suceder en este tipo de historias, deshizo el encanto. De manera que hizo que regresaran a su antigua condición de números, pero, como castigo, les mantuvo la desigualdad que habían adquirido en su paso por la humanidad. En cuanto a las personas, culpables del conflicto, el hada las condenó a aprender de memoria, generación tras generación, las diferencias entre los números que ellos mismos habían inventado. Quedaron excluidos de aquel maleficio solamente los locos, los borrachos y los niños quienes aún, en la actualidad, confunden los números con frecuencia.