Los juegos empiezan, y ni los organismos de seguridad logran detener la euforia, euforia desatada por el alcohol y la adrenalina.
Sólo el mejor se lleva los aplausos, el más valiente, o el más demente; cientos de personas amenazan con entrar a la plaza y participar de la acción, pero a las más leve señal del toro, se acobardan buscando refugio. Cuando el hombre no puede con el animal es necesaria la intervención de los montados en el lugar para intentar sacar a este último de un juego que no quería jugar, y del que, cuando se torna interesante para él, es obligado a salir. Se requieren más de 20 personas para sacar a un toro efervescente.
Los mejores momentos de la jornada son cuando alguien sale herido, sea quien sea. Ahora ya hay una hazaña que contar.
Al fin y al cabo es un juego, y el dueño de éste siempre tiene la razón. Ya no es divertido ver un toro que no cae, y por ende es sacado de la partida.
Todo el pueblo asiste a ver tremendo espectáculo, nadie se lo quiere perder; cual coliseo romano, esta plaza alberga a más de mil personas, espectadores que se protegen tras las rejas y maderos burdamente asegurados. Disfrutan del evento, que termina con un par de heridos, y un toro agotado que regresa a su pastal. Los ganadores hablarán de esto por un buen tiempo mientras algunos ebrios no recordarán lo que ocurrió.
Fotografías por: Víctor Galeano.