I
Pronto se conmemorará la muerte de Ricardo Melberg, un importante músico de la ciudad, doctor en filosofía y letras de la Universidad de Basilea y descendiente de inmigrantes suecos. Según la prensa sensacionalista, sus restos mortales fueron enterrados en un cementerio de N; jamás se pudo comprobar con exactitud dicha afirmación.
El músico por su parte miraba su reloj de plata, el objeto preciado de su padre. Se sentía como una bestia silenciosa en el momento más caótico. Trataba de hallar a alguien entre el público que estuviera sintiendo lo mismo. Finalmente, el concierto se canceló, Melberg regresó a su casa. Luego de varios días el mayordomo lo halló muerto en su recámara.
Meses atrás, Melberg, pensaba escribir melodías que representaran el odio y la furia como principios de una condición que legitima a la humanidad. Sabía que su música estaba trascendiendo la barrera del tiempo, pero veía que el mismo tiempo trataba de desgastar su condición física y mental. A esto se añade las jaquecas que sufría: el ruido le molestaba; sentía que sus instrumentos de cuerda se interpretaban por sí solos, generando un sonido lúgubre y mortificante. Tal era su desesperación, que el mayordomo debía dejarle la comida en el umbral para no encolerizarlo.
Inesperadamente, en una mañana de abril, el músico llama a su amigo, Antonio Cañarte, un importante abogado y publicista, quien heredó de su familia alrededor de 12 mil libras esterlinas y se distinguía por sus escritos para un periódico local donde solía venerar y criticar -a su antojo- a los grandes magnates. Por lo tanto, esa actitud arrogante y mesurada que lo caracterizaba, trataba de cambiarla por una condición mucho más humilde, cada vez que dialogaba con Ricardo. Solían reunirse todas las tardes. Luego del concierto interrumpido en el teatro, no se volvieron a ver.
II
El inspector Daniel Augusto Fernández llevaba el caso del sujeto que asesinó al magnate. Los análisis dieron a entender que se trataba de un francotirador quien se había escondido en uno de los edificios que rodean a la plazoleta, buscando un ángulo perfecto para su disparo. Fernández pensaba que debía tratarse de “un atentado fríamente calculado. Posiblemente el francotirador sabía la ubicación exacta de su punto”. Toda la noche estuvo viendo algunos videos de las cámaras de seguridad. En algunos se mostraban a varias personas saliendo del recinto cuando ocurrió el atentado. En otros, se reflejaba a Ricardo, su orquesta y algunos espectadores.
Días ulteriores, el inspector va a la residencia Melberg. Se estacionó en la calle 116 del barrio Linares. Allí esperó hasta las once y veinte de la mañana. Enciende la radio. En una emisora se anunciaba otro ataque a un importante magnate de la ciudad. A Fernández ese tipo de noticias le fastidiaban; así que mejor puso en la casetera el trabajo titulado “Decadencia” (a consideración de varios críticos de música, es el mejor trabajo realizado por Melberg). Las sensaciones de dicha obra le hacían recordar su instancia en la escuela, cuando pequeño, jugando con otros niños a las escondidas. (Había precisamente un tema dentro de la compilación que trataba sobre la búsqueda de un sendero que varios infantes se aventuraban a visitar cuando la luz natural comenzaba a esfumarse). A continuación, sale de su coche y se dirige a la residencia.
Al tocar la puerta de la fachada principal, el inspector observa que los jardines que rodeaban a la casa eran de un azul oscuro. El frontispicio, claro está, tenía un estilo francés, y el toldo de un color rojo que contrastaba con las hojas secas que revoloteaban por todo el jardín. Esta imagen a Fernández le seguía evocado ese recuerdo del bosque que iba a explorar con sus amigos cuando salía de la escuela, solo que en esa ocasión el viento y la lluvia contrastaban con el ocaso.
En la sala de estar, tomando un café amargo ofrecido por el mayordomo, Fernández le pregunta sobre la rutina que Ricardo llevaba a diario.
- Leía ávidamente reseñas sobre música y todas las tardes se la pasaba escribiendo melodías que luego interpretaba. -Sostiene el anciano-. Pocas veces se le veía con los músicos de su orquesta en el estudio. No cabe duda que fue un excelente artista. Aunque sus hermanos siempre lo consideraron un sujeto particular.
- ¿Un sujeto particular? ¿Por qué lo dice?
-Pensaba demasiado en el arte, lo amaba más que a él mismo. Y por más que tratase de superarlo, este se convirtió en su demonio, el juez de su existencia.
-En vista de que era una persona que lo tenía todo, ¿es ilógico que tome la decisión tan cobarde en una época de plena madurez, reconocimiento y éxito?
-Esa palabra “éxito” que acaba de mencionar, el señor Ricardo la odiaba. Le puedo asegurar que él buscaba otro tipo de reacciones suscitadas por la música, pero, desde luego, se le venía en mente ideas descabelladas.- En la medida que escuchaba al mayordomo, el detective mira los retratos de la familia Melberg, colgadas en la pared. Había una pintura de un hombre alto, de cabello largo que se asemejaba mucho al músico.
-Bien, comprendo. Estoy intrigado por lo que aconteció en la plazoleta principal. ¿Es extraño que la muerte de Ricardo se presente días después de ese atentado? A veces me da por creer que sigue vivo y anda por ahí. Sobre todo porque jamás se supo que sus familiares hayan venido por su cuerpo o de que lo hubieran enterrado.
-¿De donde sacó esa información?
-Sé demasiado. Me encanta inmiscuirme en la vida privada de todo mundo.
-¡Qué atrevido y osado es usted! No le responderé esa pregunta. De enterarse los Melberg, me despedirían.
Fernández le pide permiso al mayordomo para ingresar al estudio. No se trataba de un lugar insignificante. Era una inmensa plataforma atiborrada de estanterías repletas de libros e instrumentos de todo tipo. El inspector pudo deducir que algunos provenían de distintos confines del mundo, excepto algunas guitarras que, por sus observaciones minuciosas, tenían un sello dentro de la caja con el nombre de una fábrica ubicada en las afueras de la ciudad. En ese instante escucha un leve ruido. Pensaba que el mayordomo había ingresado al estudio, pero no fue así. Fernández ve que pronto comenzaría a llover y cierra las ventanas del estudio. Luego regresa a la sala de estar. El mayordomo estaba leyendo el periódico. En vista que el visitante se marchaba, le sugiere que visitara a Antonio Cañarte, alegando que este último podía brindar más información. El inspector fue directamente a la casa del funcionario, una residencia campestre rodeada de un bosque meticuloso que contrastaba con la niebla de la tarde. En ese instante, el abogado se deleitaba leyendo “La Obra” de Émile Zola. Durante la conversación, el abogado le habló de los tiempos en que solía ver a Melberg componer en el estudio (sobre todo cuando estaba de buen humor), de las salidas a los bares nocturnos, de sus gustos refinados por la comida, etcétera. Agregó que, luego de esa noche del atentado al magnate, por más que tratara de hablar con el músico, fue imposible.
-No sabe la forma como me sentí cuando me enteré de su muerte -prosiguió-. Perder a un amigo en ese tipo de circunstancias genera mucho dolor; respecto a la decisión que tomó, quizás, él pensaba que era su momento y no podía dudarlo. –Estas últimas palabras las decía mirando hacia los rededores.
-Esta mañana, que estuve en la casa de Melberg, me llamó la atención algunos instrumentos guardados en el estudio, ya que fueron fabricados en esta ciudad. No sé qué tan significativo puede ser ese detalle, pero, intuyendo sobre los gustos de un tipo tan refinado y selecto como su amigo, es atípico que hubiese allí esa clase de instrumentos.
-A él no le importaba la calidad ni el origen del instrumento. Le era más substancial la forma como lo interpretaba. A veces sus gustos daban a entender su ostracismo. Le fastidiaba que le mencionara a su padre, e incluso me rogó que tratara de no llamarlo por su apellido. Hace poco le obsequié una guitarra acústica que vi en un almacén en I. No sabe lo feliz que se puso con mi regalo.
A Fernández, su instinto le decía que debía llevar la investigación por otro camino, puesto que la información suministrada por el funcionario le era insignificante. El sol se ponía sobre el altiplano. El inspector emprende un viaje hacia el sur de la ciudad, donde yacía la fábrica de instrumentos musicales. Tenía mucha curiosidad. A decir verdad, se trataba de una tienda pequeña, humilde, con una vitrina poco llamativa. Su dueño era el mismo fabricante: Eduardo Cruz. Se distinguía por llevar una cicatriz en la frente la cual contrastaba con su cabello largo y canoso. No podía medir más de un metro noventa. En el instante que el inspector ingresa a su lugar de trabajo, éste estaba depurando, cuidadosamente, la caja para su futura guitarra. Fernández creía haber visto ese rostro en otro lugar. De este encuentro casual se puede decir que el artesano le comentó sobre sus experiencias con las guitarras que creaba para el músico, el placer de escuchar sus interpretaciones cada vez que las transmitían por una emisora local. Pero no le arrojó algún secreto interesante, como para al menos satisfacer a un investigador, a veces jactancioso con sus preguntas.
Fernández le interroga sobre el origen de su cicatriz. Eduardo Cruz le confesó que fue a la guerra por obligación de su padre. Allí aprendió a disparar con firmeza. Al regresar a la ciudad, se dedicó a la creación de instrumentos, un legado inculcado por su abuelo materno.
-Le aseguro que quedé anonadado con la muerte de ese muchacho. No parecía ser un tipo demasiado orgulloso, como solían describirlo.
-¿Cómo se ganó la gentileza de Melberg?
-¿De verdad quiere saberlo? Yo le escribía las letras. Él se encargaba del resto. Vio en mí un maestro que no pudo tener en la academia donde estuvo. Fui su principal ayudante. Pero cuando Ricardo trabó amistad con ese funcionario, ¿Cañarte?, no recuerdo su nombre, cambió radicalmente. No quiso volver aquí, diciendo que ya había aprendido demasiado. Tal vez, de esa circunstancia, pude comprender que si era un tipo arrogante. Luego, cuando los medios anunciaron su muerte, no me sentí del todo mal; al fin y al cabo despreció mi amistad. Sabe, él pensaba que su arte no trascendía, o no trasgredía como quería. Anhelaba que sus composiciones generaran confusión y caos. Pensaba que estaba enfermo de la mente, pero luego entendí que su finalidad era convertirse en un sujeto extraordinario.
La discusión se tornaba larga. Fue así como el inspector le propuso un encuentro para el día siguiente.
Efectivamente el inspector decide regresar a la tienda, pero se lleva una sorpresa inesperada: el local amaneció en llamas y su propietario, según comentarios de los residentes de esa cuadra, murió allí. El inspector se queda algunos minutos estupefacto, fumando su cigarro. No comprendía esa situación.
Fernández va a la casa de Cañarte; no estaba. Decide visitar nuevamente la residencia Melberg. El mayordomo se hallaba regando las flores del jardín. Al ver que aquel sujeto volvía, decide entrar a la casa, maldiciendo. Fernández estaciona su coche; de nuevo le llama la atención las flores del jardín y una pila de una figura que manifestaba un sentimiento de resignación. El mayordomo lo invita a seguir a la sala. Fernández le dice que necesitaba ir al estudio.
Todo parecía estar intacto como cuando lo visitó la primera vez. Se sienta cómodo en uno de los sofás del recinto e imagina al músico componiendo. (Fernández no durmió bien en la noche; tuvo pesadillas de su infancia caminando por un largo sendero mientras el sol se ponía y el viento se hacía cada vez más fuerte). Se para y se acerca a uno de los estantes donde se colocan los instrumentos de cuerda; el motivo: le llama la atención un pequeño reproductor de casete. Tenía una cinta en su interior. “No recuerdo haberlo visto el día anterior. Le preguntaré al mayordomo a la hora de partir”. A continuación, pone a funcionar aquel aparato. Escuchaba ruidos de pasos, golpes, movimientos de objetos que caían. Luego, una voz expresa lo siguiente: “La vida se termina; dejo un legado, un recorrido corto y sin ambiciones; consciente de mi origen, siento dolor y sufrimiento. Posiblemente dejaré una huella imborrable e infinita. Quien ha de seguirme, posiblemente me hallará detrás de su sombra”. Le aterraba esas frases. El tono de voz pertenecía al mismo artista cuando interpretaba el último tema denominado “Resignación”incluido en la obra “Decadencia”. Los caminos parecían bifurcarse en cierto momento y unirse, repentinamente. Fernández intuía que todo aquel que va en búsqueda de un secreto, encuentra miles éstos. Conjeturaba sobre una negación y desarticulación por parte del artista, pero, innegablemente, era una idea desarticulada; una pieza ya construida en tiempos antiquísimos; un falso arquetipo que habría de repetirse continuamente con el devenir de los siglos. Comprendía que Melberg halló la forma de copiarse a sí mismo, más allá de ser un simple capricho de su vanidad artística. Concluyó que los pasados de todo sujeto a veces se convierten en un extraño delirio que zahiere la conciencia, desvelando las culpas que se condenan y se sufren de por vida. Pero solo se trataba de pensamientos de un investigador que seguía perturbado por la imagen de aquellas hojas que revoloteaban por el jardín meticuloso de la casa Melberg, mientras el sol se ponía. De repente, su ensimismamiento se interrumpe por el ruido que separaba el estudio de la extrañeza del mundo. Las ventanas del estudio estaban abiertas y de nuevo llovería. En ese instante entra Antonio Cañarte.
-Vine hasta aquí porque de pronto estaría. Acerté. Quiero entregarle esto antes que sea demasiado tarde- se trataba de un casete-. Usted podrá culparme en un futuro cuando lo escuche. Solo puedo decir que traté de actuar como un sujeto imparcial que pudo sentarse cómodo a escuchar la última presentación de su amigo más íntimo. Lástima que el evento se haya interrumpido por esa situación tan inesperada. Quizás, no fui el desafortunado al morir por aquel psicópata que estaba preparado para dar en el blanco. En fin, si quiere puede ponerse cómodo y disfrute este material. – El investigador ve en Cañarte un gesto de burla, como queriéndole decir que él ya había resuelto el caso por anticipado.
Pone a reproducir la cinta; escucha unos sonidos similares a los del casete anterior y, luego, la misma voz que le era familiar: “Ya se logró, no lo volveremos a ver”.
La impresión que tiene el inspector sobre ese fragmento tan herrumbroso le da por creer cosas inesperadas, de toda imprecación. Por más que trata de identificar la vos de fondo, su conciencia le hacía pensar en alguien desapercibido.
Decide buscar a Cañarte; tenía mucho que preguntarle. No estaba en alguna parte. El mayordomo le dice que se había marchado. Decide partir a la casa del abogado. Al llegar, no tuvo la necesidad de tocar la puerta ya que estaba abierta. El inspector ingresa. Podía escuchar el tema “Lúgubre” a volumen moderado. Camina sigilosamente por el pasillo llevando su pistola camuflada dentro de su saco. Llega a un estudio. Antonio Cañarte lo estaba esperando, sentado en su escritorio. Al parecer, estaba disfrutando los últimos capítulos de “La Obra” de Émile Zola.
Fernández estaba decidido a sacarle cuanta verdad pudiera. No obstante, en un momento crucial como ese, de nada le serviría sacar su pistola y apuntar al abogado.
-Lo sabía antes de que a usted le asignaran el caso. ¿No sabe lo que puede acontecer de ahora en adelante? Muchos querían darle de baja, al final se consiguió. Estábamos muy felices por eso… Ahora, el turno es para usted…
En ese instante, Augusto Fernández es sorprendido por un disparo que provenía de un segundo piso, traspasando su cuello. Cae inmediatamente. Quien le disparó, baja por unas escaleras y se le acerca. Cañarte le sonríe y le aplaude para hacerle sentir plácido y venerado, como solía posar en días anteriores. Fernández pierde sangre de una forma vertiginosa. Trata de ver por última vez al victimario; la escasa luz del ocaso no le permitió identificarlo. Quien lo asesinó siempre estuvo detrás de la sombra.
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