Son un poco más de las cinco de la tarde, es un día fresco, sin mayores afanes. Los rayos del sol pegan en las ventanas de los edificios. Gente que va de un lado para otro, un señor que pasa con su carretilla llena de mangos, carros bulliciosos, una niña con su bicicleta que espera la oportunidad para cruzar la calle y alguna que otra moto subida en el andén para ganarle al semáforo. Observo tranquila, sentada justo a la entrada de un local.
Su escenario es la calle, en algún semáforo de la Avenida 30 de Agosto. Los espectadores son los desprevenidos conductores y transeúntes. Miradas, unas inadvertidas y otras con algo de interés. Cambio de semáforo. Un ademán de saludo. Un poco de viento agita su pelo crespo. Lanza las clavas que giran en el aire, hábilmente las recupera, salvo algunos errores. Solo unos cuantos segundos para mostrar su arte callejero. Algunos miran y otros voltean su cara con indiferencia. Unas cuantas monedas. Vuelve a empezar, hace danzar las clavas, mientras sus manos dibujan rápidos círculos. Ahora muere la tarde y nacen las luces artificiales que iluminan el espectáculo urbano.
Es David Cruz Ferrer, quien todos los días después del colegio, sale a practicar, y por qué no, a ganar un poco de dinero con los malabares. No lo hace precisamente por necesidad, sino por la gran pasión y gusto que siente por las artes circenses. Hace un año practica con las clavas, las pelotas, las antorchas y los zancos en la A.C.J (Asociación Cristiana de Jóvenes). Allí, realiza una labor social, llevando su espectáculo a distintos barrios de la ciudad; Villa Santana, Las Brisas, Tokio y El Danubio, especialmente para divertir a quienes se dejen atrapar por el encanto del circo callejero.
“Para mi es un estilo de vida, una forma más de expresarme” decía David, sentado junto a mí en la biblioteca del Colegio. El murmullo de los niños, discutiendo sobre la tarea de alguna asignatura, ambientaba nuestra conversación. “Aunque mis papás no están de acuerdo con que salga a practicar malabarismo, y mucho menos en un semáforo” añade con entusiasmo. Y es precisamente porque el arte callejero, para muchos, es una actividad subvalorada. Mirada por encima del hombro.
Pese a las dificultades que se le presentan, David entrena todos los días, a veces en el interior de su casa. “No tengo un horario fijo, no lo veo como una rutina, solo unos cuantos minutos me es suficiente”. Me confiesa sin preocupación y con picardía en sus ojos que los vecinos del piso anterior se han quejado por su afición de entrenar cuando todos duermen.
Como parte de sus anécdotas, me contó además, la admiración que sintió cuando estuvo en uno de los eventos culturales más importantes del país, el XIII Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Allí visitó con sus amigos la localidad de Suba, contemplaron el espectáculo de unos jóvenes malabaristas; sus coloridos trajes, la agilidad de sus cuerpos, las máscaras, el sonido alborotado de los tambores. Extasiados por el ambiente festivo, la algarabía, la magia de los escupefuegos, las risotadas de los niños. “Admiramos sus instrumentos artesanales, las clavas, los zancos y las antorchas elaboradas con rústicos materiales, eso me gustó mucho”. Comentó más animado.